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Los días que vivimos...

Habían dado las tres. En estos días la sala del televisor estaba más concurrida que en otras ocasiones. Ponían las primeras procesiones del día. Es la hora en la que por el asilo corre el sopor de la siesta obligatoria y los viejos entran en el duerme vela de la digestión. Ellos llevaban allí cinco años. Los dos primeros se fueron con sus hijos en Semana Santa, el tercero le sacaron par de días, pero ya al cuarto “mira mamá que nos vamos la semana entera a la playa”. En este pueblo no salen pasos más que en la Madrugada y esas no son horas para sus edades y achaques.


Para hoy lo habían planeado todo. En su habitación un par de almohadas cogidas de otro sitio simulaban bajo las sábanas sus cuerpos dormidos. “Hoy no vengáis que cenamos aquí adentro y después nos acostamos de nuevo”. Ella se había puesto un vestido estampado y había soltado su pelo blanco, siempre recogido, en el intento de que fuera una melena. Él se había colocado el traje que ya le estaba grande y los zapatos con los que llegó a la residencia. Hace cinco años que no se los pone. En un bolsito a ella le quedaban los filos de las pinturillas que se echó por la cara. “Tráeme esa fresa que guardé que dice que pone los labios colorados”. Se puso los pendientes de coral y la medalla de oro. Lo único a lo que tuvo que renunciar fue a los zapatos. “Bueno estas zapatillas son muy estilosas, nadie se dará cuenta”  La hora prevista para salir era la de las tres y media por la puerta de la cocina. A esa hora la hermana cocinera estaba estroncada con un rosario en la mano. Se quedaba en el primer misterio antes de roncar. Pretendían coger el autobús de las cuatro.  Si no anduvieran tan despacito se diría que son dos chiquillos entusiasmados que salen a la calle a ver su primera semana santa de la mano. ¿Y por qué no?  La ilusión no tiene edad. Llevan juntando para este día desde hace meses, para el autobús y para lo que sea. “Mira cuando lleguemos nos vamos a ir a la cafetería aquella del centro a sentarnos y tomarnos esas torrijas que están tan ricas” ¿recuerdas? “Y después nos vamos a ir a la esquina aquella donde siempre nos esperábamos ¿recuerdas?

“ Y el año de la boda, el frío que hacía cuando fuimos a ver la nueva de Los Javieres ¿recuerdas? ¿Y cuando te llevé a la entrada de San Esteban que tú me apretabas la mano porque no creías que ese palio iba a entrar por esa puerta? “Y recuerdas cuando íbamos con los niños a la Encarnación para verSan Benito, les dábamos el bocadillo y después esperábamos a la Candelaria” Sentada en el velador, a ella se le cruza una línea de amargura por su cara pintada. Tantos años llevando a los niños a la Semana Santa y ahora ellos dos con los surcos de la piel marcados a fuego, solos, recordando aquellos años en los que fueron infinitamente felices. “Yo me acuerdo cuando me llevaste a ver Santa Cruz, que me diste una vuelta por el barrio porque entonces no iba mucha gente a ver la cofradía. Nada más entrar por las calles estrechas yo ya sabía que lo que tú querías era darme un beso… todavía lo tengo aquí pegado” De ese beso, y de esa cerveza en el Sardinero antes de que saliera la del Dulce Nombre, y de esa estrechez de Placentines a la que iba todo el mundo para ver regresar al Cristo de la Buena Muerte cuando todavía estaba en la Iglesia de la Anunciación, y de esas manos agarradas de la mañana a la noche, y de esos caramelos que él pedía para ella, y de esa melena rubia recogida por dos pasadores de bisutería que brillaban tanto como sus ojos, y de ese ratito sentados al caer la noche en la cafetería de moda para pedir dos sándwich y comerlos con cuchillo y tenedor, y esa historia que contaban en casa de Ella para que la dejaran hasta la una o las dos de la madrugada porque figuradamente quedaba con un primo suyo que era el que la llevaba a casa…

Y recuerdos, y recuerdos, y recuerdos… Se han llevado en la cafetería un par de horas desandando las horas de ese reloj que comparten desde que tenían 16 años. Habrá que ver algo ¿no? porque si no para qué esta aventura. Bueno mira vamos a ver esa del Cerro que yo la he visto muy poco y es muy bonita, además dicen que pasa por aquí. La vieron sentados en el velador de aquella cafetería del centro. “¿Y si nos vamos a San Lorenzo?” A ella se le cambió la cara nada más pensar que tenía que recorrer media ciudad con las piernas como las tenía. “No mujer, cogemos un taxi y nos deja en Juan Rabadán” 

Allí, sentados en un banco vieron salir al Dulce Nombre. Y después cuando la Plaza se quedó más sola cayeron en la cuenta de que el Gran Poder estaba aún con las manos extendidas y sin subir al paso. “¿Podemos pasar?” La Basílica estaba cerrada. Llegaron pasito a paso a las plantas del Señor. “Qué joven está, ¿verdad?” Mientras los hermanos trajinaban ellos se quedaron a sus pies, mirando esos ojos que derraman misericordia. Un beso, un Padrenuestro “¿Tú crees que lo volveremos a ver así juntos?”  Salieron del templo y se sentaron en un banco. No hacía frío. Ella echó la cabeza en su pecho y él la abrazó. Se quedaron un rato hasta que les despertó la procesión de vuelta. “Oye el autobús-”-dice ella. “He reservado una pensión”-dice él.  Los años que vivieron apasionadamente llegaron todos de golpe en este Martes Santo en el que volvieron a ser dos  chiquillos. El amor puede con todo.    

Por Francisco José López de Paz

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