Sin tener que hacer uso del despertador, y sin haberse levantado el sol por el horizonte, Pepita desbancó sus piernas de la cama, e introdujo los pies en las zapatillas.
En la cocina puso la cafetera y a calentar un poco de leche, y se encaminó al balcón, a levantar las persianas. Con su bata se quedó en el balcón hasta que el café comenzó a subir y a pitar. Notó como el frío se iba haciendo menos poderoso. Mientras la leche iba aclarando el café, los vencejos cantaban, mientras el sol iba aclarando la noche.
Con el cafelito despejándola del sueño, se colocó bien las gafas y siguió con el pespunte de la túnica del niño, que había dejado la noche anterior. En la radio anunciaron el programa de Semana Santa de todas las noches, y el cartero la llamó para dejarle unas cartas y un boletín de la Hermandad.
Miró la foto de su marido. Ya hacía 3 años. Había conocido la verdad de los hombres. Cómo le gustaba ir por la Hermandad, ayudar en lo que hubiera que hacer. Lo que le hubiera gustado vestir a su nieto y llevárselo con él a salir en la Hermandad.
Sonrisas entre alguna que otra lágrima que se disipaba entre el azul pavo de la túnica.
Se iba acercando sigilosamente. En el calendario de la cocina, el niño iba marcando con aspas rojas los días que pasaban, y rodeaba con círculos los días en los que había venido a casa a probarse la túnica.
Entre círculos y aspas, quedaron impolutos 40 días. 40 días para tachar. Para probar la túnica. Para plancharla. Para ir por el capirote. Por la papeleta. A ver al Señor en el Besamanos. A ver el ensayo. Para ir al Cautivo. Para comer torrijas, espinacas y bacalao con tomate. Para agarrar de la mano al niño y llevarlo orgullosa vestido con la túnica de su hermandad.
Pepita estaba nerviosa. Ilusionada. -"No queda ná", pensó.
Y lleva razón. No queda nada.
Disfruta, vive y abre los ojos.
En la cocina puso la cafetera y a calentar un poco de leche, y se encaminó al balcón, a levantar las persianas. Con su bata se quedó en el balcón hasta que el café comenzó a subir y a pitar. Notó como el frío se iba haciendo menos poderoso. Mientras la leche iba aclarando el café, los vencejos cantaban, mientras el sol iba aclarando la noche.
Con el cafelito despejándola del sueño, se colocó bien las gafas y siguió con el pespunte de la túnica del niño, que había dejado la noche anterior. En la radio anunciaron el programa de Semana Santa de todas las noches, y el cartero la llamó para dejarle unas cartas y un boletín de la Hermandad.
Miró la foto de su marido. Ya hacía 3 años. Había conocido la verdad de los hombres. Cómo le gustaba ir por la Hermandad, ayudar en lo que hubiera que hacer. Lo que le hubiera gustado vestir a su nieto y llevárselo con él a salir en la Hermandad.
Sonrisas entre alguna que otra lágrima que se disipaba entre el azul pavo de la túnica.
Se iba acercando sigilosamente. En el calendario de la cocina, el niño iba marcando con aspas rojas los días que pasaban, y rodeaba con círculos los días en los que había venido a casa a probarse la túnica.
Entre círculos y aspas, quedaron impolutos 40 días. 40 días para tachar. Para probar la túnica. Para plancharla. Para ir por el capirote. Por la papeleta. A ver al Señor en el Besamanos. A ver el ensayo. Para ir al Cautivo. Para comer torrijas, espinacas y bacalao con tomate. Para agarrar de la mano al niño y llevarlo orgullosa vestido con la túnica de su hermandad.
Pepita estaba nerviosa. Ilusionada. -"No queda ná", pensó.
Y lleva razón. No queda nada.
Disfruta, vive y abre los ojos.
Comentarios